Miguel Mateos
Ayer fuimos al concierto de este ruckerísimo de antaño. Las cosas que vimos llenarían por sí solas unas diez páginas. Por cuestiones de tiempo no podré de momento comentar todo lo que vi, pero al menos diré que no fue tanto el concierto sino el espectáculo que dió la gente lo que valió la desvelada.
Cuarentonas vestidas de adolescentes, cuarentones de pantalones de cuero, borrachos, minifaladas (que más hubiera valido fueran pantalones, o al menos faldas largas pues lo que enseñaban era más denigrante y lastimoso que sexi), peinados ochenteros... Un concierto de nostalgia sin canciones nostálgicas.
¿Lo más grave? Cada vez mer queda más claro lo ruco que estoy...
domingo, marzo 20, 2005
martes, marzo 15, 2005
Hoy me sentí tan lastimado...
Las muertas en Juárez han sido un tema cotidiano de mis conversaciones, sobre todo cuando por cuestiones de trabajo tengo que salir de la ciudad. A cualquier parte que llego me preguntan por el tema, el mismo tema. Entonces sucede que quisiera ocultar las cosas, digo que las cosas no son tan graves, que es más lo que los medios dicen. Una mentira dicha tantas veces hasta parece verdad. Yo quería que fuera verdad.
No puedo negar que aunque me interesaba al saber de una nueva víctima, siempre terminaba sin prestar importancia al hecho. Como casi todos en Juárez, me hice inmune al dolor.
Ayer mientras veía la televisión vi el rostro de una madre preocupada, sollozando pedía que su hija regresara a la casa. Ya eran tres días sin saber nada de ella. Me imaginé el dolor de esa madre, la desesperación, la ansiedad, la incertidumbre, la impotencia. Su imagen se me quedó grabada. A los cinco minutos escuché que encontraron el cuerpo de una mujer joven. El rostro de esa madre volvió a mi mente. Quise que no fuera su hija.
En la noche busqué más información. El ver la foto de la muchachita desaparecida repetida en el portal de internet, en donde se hablaba de la posibilidad de que fuera la misma me impresionó profundamente.
Hoy, al confirmarse la noticia siento un dolor que me desagarra. Estoy llorando. No lo puedo evitar. Los gritos de esa madre que sabe que su hija está muerta taladran mis oídos. No la conocí, pero siento como si fuera muy cercana a mí. Esto pudo pasarle a una amiga,
a una hermana... A mi hija.
Cuánto dolor siento, que lastimado estoy. Nada puedo hacer y eso me frustra. Que Dios ayude a esta mujer a superar su dolor, y a nosotros, a ser más valientes y a exigir justicia.
Ojalá ya acabe esto.
Las muertas en Juárez han sido un tema cotidiano de mis conversaciones, sobre todo cuando por cuestiones de trabajo tengo que salir de la ciudad. A cualquier parte que llego me preguntan por el tema, el mismo tema. Entonces sucede que quisiera ocultar las cosas, digo que las cosas no son tan graves, que es más lo que los medios dicen. Una mentira dicha tantas veces hasta parece verdad. Yo quería que fuera verdad.
No puedo negar que aunque me interesaba al saber de una nueva víctima, siempre terminaba sin prestar importancia al hecho. Como casi todos en Juárez, me hice inmune al dolor.
Ayer mientras veía la televisión vi el rostro de una madre preocupada, sollozando pedía que su hija regresara a la casa. Ya eran tres días sin saber nada de ella. Me imaginé el dolor de esa madre, la desesperación, la ansiedad, la incertidumbre, la impotencia. Su imagen se me quedó grabada. A los cinco minutos escuché que encontraron el cuerpo de una mujer joven. El rostro de esa madre volvió a mi mente. Quise que no fuera su hija.
En la noche busqué más información. El ver la foto de la muchachita desaparecida repetida en el portal de internet, en donde se hablaba de la posibilidad de que fuera la misma me impresionó profundamente.
Hoy, al confirmarse la noticia siento un dolor que me desagarra. Estoy llorando. No lo puedo evitar. Los gritos de esa madre que sabe que su hija está muerta taladran mis oídos. No la conocí, pero siento como si fuera muy cercana a mí. Esto pudo pasarle a una amiga,
a una hermana... A mi hija.
Cuánto dolor siento, que lastimado estoy. Nada puedo hacer y eso me frustra. Que Dios ayude a esta mujer a superar su dolor, y a nosotros, a ser más valientes y a exigir justicia.
Ojalá ya acabe esto.
lunes, marzo 14, 2005
Vivir en el D.F. 4
Las librerías de viejo.
Estas son de las pocas cosas que envidio de los defeños. (Aparte de la comida, apesar de lo que diga la Flaca). Y es que en las librerías de viejo encuentras de todo. Eso sí, se requiere de mucha paciencia y de una buena dotación de suerte.
En fin, espero ver algún día en mi querida frontera alguna librería por el estilo. Ni me pregunten por la Acapulco, no merece ni un sólo renglón más.
Las librerías de viejo.
Estas son de las pocas cosas que envidio de los defeños. (Aparte de la comida, apesar de lo que diga la Flaca). Y es que en las librerías de viejo encuentras de todo. Eso sí, se requiere de mucha paciencia y de una buena dotación de suerte.
En fin, espero ver algún día en mi querida frontera alguna librería por el estilo. Ni me pregunten por la Acapulco, no merece ni un sólo renglón más.
domingo, marzo 13, 2005
Vivir en el D.F. 3
El tráfico
No exagero al decir que para recorrer 10 kilómetros en la ciudad de México necesitas alrededor de 60 minutos. Tampoco exagero si digo que, no importa de dónde vengas, nunca has visto tantos carros juntos.
No contentos con ser tantos, presumen su agresividad al volante como souvenir de la ciudad. Pasan rozándote los pantalones, sonando las bocinas, empujándote a las banquetas, mentando madres, salteando semáforos, sobornando policías, espantando gente, matando perros, odiando a todos.
No es posible pasar más de dos días en el D.F. sin tener que enfrentarse a un embotellamiento, o al menos, a un cuello de botella. Por más pisos que hagan no caben. No caben.
En promedio los capitalinos invierten tres horas diarias en ir y volver del trabajo. Casi la mitad de la jornada laboral. Llegan a sus trabajos ya cansados, agobiados, mareados, estresados, jodidos.
Perra vida ¿a qué hora ven a su familia?
El tráfico
No exagero al decir que para recorrer 10 kilómetros en la ciudad de México necesitas alrededor de 60 minutos. Tampoco exagero si digo que, no importa de dónde vengas, nunca has visto tantos carros juntos.
No contentos con ser tantos, presumen su agresividad al volante como souvenir de la ciudad. Pasan rozándote los pantalones, sonando las bocinas, empujándote a las banquetas, mentando madres, salteando semáforos, sobornando policías, espantando gente, matando perros, odiando a todos.
No es posible pasar más de dos días en el D.F. sin tener que enfrentarse a un embotellamiento, o al menos, a un cuello de botella. Por más pisos que hagan no caben. No caben.
En promedio los capitalinos invierten tres horas diarias en ir y volver del trabajo. Casi la mitad de la jornada laboral. Llegan a sus trabajos ya cansados, agobiados, mareados, estresados, jodidos.
Perra vida ¿a qué hora ven a su familia?
jueves, marzo 10, 2005
Vivir en el D. F. 2
La comida
Con cuánto gusto recorro las calles sazonadas del D.F. En cada esquina se encuentran los más variados platillos: tacos, tortas, huaraches, filetes de pescado, tlacoyos, flautas, sopes, quesadillas, tamales, atole. A todos ellos prefiero los tacos.
Hay de pollo, bistec, pastor, suadero, longaniza, cabeza, lengua, ojos, cachete, maciza, tripitas, campechano…
Tortas hay de jamón, pierna, milanesa, tamal…
Todos con los distintos tipos de comida tienen un ingrediente único e insustituible: Chile. Ya sea como salsa, rebanado, toreado o verde, es indispensable en la dieta del defeño.
Como fiel admirador de mis ancestros, y sin poder negarme a mis impulsos primarios me atasque de todo lo que encontré a mi paso.
Uno de los platillos que más gratos recuerdos me trajo fue el filete de pescado empanizado: tres tiras de filete capeadas (lampreadas) cocidas en harto aceite, puestas a escurrir en una rejita y sazonadas con limón y salsa valentina. Ese trozo de pescado, masa y aceite me hizo recordar mi niñez. Los días que pasé recorriendo calles y callejones, pasillos de mercados y pláticas con mi madre.
Con qué gusto recordé los viejos sabores. Con cuánta alegría comí hasta el último pedazo.
La comida
Con cuánto gusto recorro las calles sazonadas del D.F. En cada esquina se encuentran los más variados platillos: tacos, tortas, huaraches, filetes de pescado, tlacoyos, flautas, sopes, quesadillas, tamales, atole. A todos ellos prefiero los tacos.
Hay de pollo, bistec, pastor, suadero, longaniza, cabeza, lengua, ojos, cachete, maciza, tripitas, campechano…
Tortas hay de jamón, pierna, milanesa, tamal…
Todos con los distintos tipos de comida tienen un ingrediente único e insustituible: Chile. Ya sea como salsa, rebanado, toreado o verde, es indispensable en la dieta del defeño.
Como fiel admirador de mis ancestros, y sin poder negarme a mis impulsos primarios me atasque de todo lo que encontré a mi paso.
Uno de los platillos que más gratos recuerdos me trajo fue el filete de pescado empanizado: tres tiras de filete capeadas (lampreadas) cocidas en harto aceite, puestas a escurrir en una rejita y sazonadas con limón y salsa valentina. Ese trozo de pescado, masa y aceite me hizo recordar mi niñez. Los días que pasé recorriendo calles y callejones, pasillos de mercados y pláticas con mi madre.
Con qué gusto recordé los viejos sabores. Con cuánta alegría comí hasta el último pedazo.
Vivir en el D. F. 1
Los cuatro días que pasé en el Distrito Federal la semana pasada me hacen pensar que el título de este escrito está mal: quizá debería ser Sobrevivir en el D. F. Todo lo que pueda decir no se va a comparar nunca con un sólo minuto en esa Jungla de Asfalto.
El metro.
Maravilloso invento, no puedo dejar de admirarlo. Cada vez que recorro uno de sus pasillos, que paso por debajo de sus desniveles, que imagino el esfuerzo para construir sus intrincados y misteriosos laberintos subterráneos me siento empequeñecido ante tan portentosa obra.
Con cuánta emoción lo he defendido. Con cuánto gusto he hablado de sus maravillas. Pero cual cuervo, se ha burlado de mí. Se ha mofado de mi ingenuidad.
Decidí recorrerlo a la “hora pico”, deseoso de sentir en carne propia todo lo que se dice al respecto. La primera dificultad fue tan siquiera acercarme al vagón. Me lo impedía un tumulto desmañanado. Después de ver cuatro trenes desfilar ante mí, quiso la suerte que quedara ubicado justo al costado de una de las puertas. Sin saber yo cómo, la gente que venía detrás de mí me impulso al interior. Bueno, ya estaba adentro.
Las leyes de la física que siempre creí verdaderas se rompieron en el vagón del metro: ¿Quién dice que un espacio para cincuenta personas sólo caben cincuenta? ¡Pero si en el metro caben en ese espacio más de cien! Cuando ese río humano me empujó al interior del metro lo hizo de tal forma que quedé exactamente al centro, sin posibilidad de asirme de ningún pasamanos. Traté de anclarme al techo pero me quedaba muy alto. El tren inició su marcha y yo con el brazo en alto cual arcángel Gabriel. No podía bajarlo. No cabía mi brazo en ningún lado. Pronto descubrí que no era necesario tratar de sujetarme: los cuerpos a mi alrededor impedía ya no sólo que me cayera, ¡ni siquiera que me moviera!
Después de dos estaciones y de mi brazo ya sin circulación, llegamos a una estación en la que bajó una gran cantidad de gente. Al fin bajé mi brazo y me pude acercar, no sin esfuerzo, a uno de los pasamanos. Empezaba a respirar con tranquilidad y con toda la capacidad de mis pulmones cuando nos acercamos a otra estación y oigo junto a mí:
- ¡Ahí viene la manada! – Y sí lo era.
Antes de que pudiera ni pensar, ya me habían apretujado contra los demás. El mismo que nos previno de la manada gritó -¡Me están sacando los frijoles!- Las risas fueron como aire fresco. Hasta en los peores momentos el mexicano se sabe reír.
En ese momento descubrí que podía romper otra ley, la de la gravedad. Sin preocuparme demasiado solté mi portafolio. No se movió un ápice. Traté de levantar las piernas y quedar suspendido yo también, apoyándome tan sólo en la gente. No lo hice, no creo que nadie pueda con mi panza.
Los cuatro días que pasé en el Distrito Federal la semana pasada me hacen pensar que el título de este escrito está mal: quizá debería ser Sobrevivir en el D. F. Todo lo que pueda decir no se va a comparar nunca con un sólo minuto en esa Jungla de Asfalto.
El metro.
Maravilloso invento, no puedo dejar de admirarlo. Cada vez que recorro uno de sus pasillos, que paso por debajo de sus desniveles, que imagino el esfuerzo para construir sus intrincados y misteriosos laberintos subterráneos me siento empequeñecido ante tan portentosa obra.
Con cuánta emoción lo he defendido. Con cuánto gusto he hablado de sus maravillas. Pero cual cuervo, se ha burlado de mí. Se ha mofado de mi ingenuidad.
Decidí recorrerlo a la “hora pico”, deseoso de sentir en carne propia todo lo que se dice al respecto. La primera dificultad fue tan siquiera acercarme al vagón. Me lo impedía un tumulto desmañanado. Después de ver cuatro trenes desfilar ante mí, quiso la suerte que quedara ubicado justo al costado de una de las puertas. Sin saber yo cómo, la gente que venía detrás de mí me impulso al interior. Bueno, ya estaba adentro.
Las leyes de la física que siempre creí verdaderas se rompieron en el vagón del metro: ¿Quién dice que un espacio para cincuenta personas sólo caben cincuenta? ¡Pero si en el metro caben en ese espacio más de cien! Cuando ese río humano me empujó al interior del metro lo hizo de tal forma que quedé exactamente al centro, sin posibilidad de asirme de ningún pasamanos. Traté de anclarme al techo pero me quedaba muy alto. El tren inició su marcha y yo con el brazo en alto cual arcángel Gabriel. No podía bajarlo. No cabía mi brazo en ningún lado. Pronto descubrí que no era necesario tratar de sujetarme: los cuerpos a mi alrededor impedía ya no sólo que me cayera, ¡ni siquiera que me moviera!
Después de dos estaciones y de mi brazo ya sin circulación, llegamos a una estación en la que bajó una gran cantidad de gente. Al fin bajé mi brazo y me pude acercar, no sin esfuerzo, a uno de los pasamanos. Empezaba a respirar con tranquilidad y con toda la capacidad de mis pulmones cuando nos acercamos a otra estación y oigo junto a mí:
- ¡Ahí viene la manada! – Y sí lo era.
Antes de que pudiera ni pensar, ya me habían apretujado contra los demás. El mismo que nos previno de la manada gritó -¡Me están sacando los frijoles!- Las risas fueron como aire fresco. Hasta en los peores momentos el mexicano se sabe reír.
En ese momento descubrí que podía romper otra ley, la de la gravedad. Sin preocuparme demasiado solté mi portafolio. No se movió un ápice. Traté de levantar las piernas y quedar suspendido yo también, apoyándome tan sólo en la gente. No lo hice, no creo que nadie pueda con mi panza.
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