Corte de pelo.
Ayer volví a una peluquería. Hace mucho que no visitaba ese lugar de tantos recuerdos. Ayer reviví aquellos días en que mi padre me llevaba, casi a rastras, a cortarme el pelo.
-Casquete corto- gritaba triunfante, y a mí se me escurrían las lágrimas nomás de pensar que al otro día me iban a gritar por todo el vecindario -Adiós orejón!!
-Pinches peluqueros- pensaba, -ojalá se mueran.
Y sí, se murió uno de ellos. Aquel viejito de espalda encorvada ya no está.
-No muchacho -me dijo uno de ellos-, hace tres años que murió.
Con su ausencia tomaron fuerza mis recuerdo y mis añoranzas. Me di cuenta que ya ni siquiera sé cómo pedir el corte. Ahora sólo sé pedir el corte con el número dos. Los casquetes cortos, largos, el desvanecido claro y oscuro han perdido su significado para mí.
Mientras pensaba en mi pasado, llegó un señor con su hijo adolescente. Uniformado éste, no le vi ni un lágrima de desconsuelo, al contrario, iba contento de rebajarse aún más su corte militar.
-O es la moda, o se acostumbró, pensé.
Y mientras veía a ese padre acompañando a su hijo, el mío llegó a mi memoria. Y lo imaginé sentado frente a mí, sonriéndome desde su lugar, contento de ver que al fin uso el pelo tan corto como a él siempre le ha gustado.
Llegué a la casa y le marqué:
-Viejo -le dije-, fui a la peluquería. Se murió don Raúl.
-Sí, lo supe. El moño duró como seis meses sobre la puerta. Ni hablar... ¿Y porqué fuiste?
-No sé, se me ocurrió.
-Pues ojalá no dejes de ir.
Esta visita a la peluquería: el aroma, la música, la plática, el perchero, los periódicos desperdigados y vueltos a acomodar, la sensación tibia de la crema de afeitar, el frío de la navaja, la frescura del corte, todo ello me hizo recordar mi infancia y me hizo descubrir que empiezo a envejecer.